De lo racional a lo divino
¿Por qué hablar de Dios? ¿Tiene aún hoy sentido esta idea? ¿No ha sido completamente desterrada por la visión científica del mundo, que parece relegarla a un estadio superado de la evolución de nuestra conciencia? Lo que antes le atribuíamos, ¿no se ha convertido en objeto de explicaciones cuantificables, sin necesidad de apelar a causas sobrenaturales? ¿Debemos por fin renunciar a pensar en Dios, o todavía es posible reinterpretar esta noción milenaria a la luz del conocimiento científico y de la reflexión filosófica? ¿Pueden la cosmología, la neurociencia y el arte aportar algo al intento de construir un nuevo significado para la idea de un ser superior? ¿Son la razón y la imaginación fuerzas opuestas en esta tentativa?
Desde la física, la teoría de la evolución y la filosofía, Carlos Blanco propone una nueva idea de Dios como concepto límite de la mente humana. A diferencia de las religiones monoteístas, que encuentran en Yahvé, Jesucristo o Alá las respuestas metafísicas últimas a los grandes misterios del mundo, en este libro lo divino se presenta como una pregunta abierta para la ciencia y para la filosofía; no como un dogma cerrado, sino como el horizonte de lo desconocido, que inevitablemente se amplía conforme avanza el de lo conocido, pues siempre podemos preguntar más de lo que podemos responder. No se trata de un Dios personal, hecho a imagen y semejanza del hombre para satisfacer nuestros deseos, sino de un Dios filosófico, equivalente al orden matemático de la naturaleza y a las posibilidades que de él se derivan.
En una síntesis de razón e imaginación, lo divino aparece como el término de un proceso de búsqueda y de interrogación que proyecta la mente humana, producto de la evolución natural, hacia un límite potencialmente infinito en su comprensión del universo y de ella misma. Dios sería entonces nuestra mente volcada al futuro. Persiste, eso sí, la gran pregunta: ¿estamos ante un constructo de nuestro cerebro? ¿Por qué no dejamos de plantearnos la pregunta sobre Dios? ¿Dónde hunde sus raíces la necesidad de cuestionarse continuamente la realidad? ¿Por qué tantas preguntas?