El primer reto que ofrece el arte rococó consiste en su propia definición, dentro de una época incierta como es el siglo XVIII, donde se sucede, convive y solapa una pluralidad de lenguajes y soluciones artísticas. Además, toda categorización que trata de enjaular la realidad para explicarla tiene siempre un carácter relativo, al escaparse esta entre sus barrotes. Otra dificultad es el carácter un tanto caprichoso y lúdico de su comportamiento, que acaba por ocultarse ante los propios ojos del historiador del arte en su juego al escondite entre el contenido barroco y la forma clásica. La evolución de este estilo en España puede desglosarse en tres fases sucesivas: una primera etapa de transición tras el advenimiento al trono de la nueva dinastía borbónica con Felipe V, que se caracteriza por la dialéctica entre las corrientes castizas y las influencias exógenas, principalmente francesas e italianas; su apogeo y máxima difusión durante el reinado de Fernando VI en los años centrales de la centuria; y el canto de cisne bajo el despotismo ilustrado de Carlos III, hasta su muerte definitiva con la llegada al trono de Carlos IV y el auge de la moda grecorromana. El Patrimonio de la Corona, un conjunto de residencias, monasterios, jardines y paisajes pertenecientes a las dinastías de los Austrias y los Borbones, único en Europa por su magnificencia, acumulación de obras de arte y estado de conservación, adquiere precisamente en el siglo XVIII su máximo esplendor. A ello contribuye la renovación y creación de palacios de nueva planta, la presencia de artistas internacionales de primera línea y el impulso de innovadoras manufacturas regias, como las fábricas de cristal de La Granja, de tapices de Santa Bárbara o de porcelana del Buen Retiro. Frente al rococó impulsado desde arriba por una corte afrancesada, unido a unos ambientes cortesanos y como refinado capricho de una elite exquisita, esta tendencia también enlaza por abajo con el sentimiento popular, promovido principalmente por las ordenes mendicantes, cofradías y hermandades. Se encuentra unido al retablo en su canto de cisne durante la segunda mitad del siglo XVIII, que forma parte indisociable de camarines, capillas de la comunión, tabernáculos y sagrarios, grandes catedrales, todo tipo de templos, ermitas y oratorios.