Dicen que fue Kepler quien la creó: una estancia sellada, con un único y diminuto orificio en una de las paredes. A través de ese orificio pasaba la luz exterior, proyectando una imagen sobre la pared contraria. Una imagen borrosa tal vez, pero útil: cada vez menor y más manejable, la cámara llegó a ser una herramienta frecuente de los naturalistas minuciosos, un útil imprescindible para los pintores de tiempos de Vermeer y, con el añadido posterior de una lente, el antepasado más reconocible de la fotografía. A veces uno necesita una cámara oscura. Un modo tardío de mirar, donde se aleje un poco el bullir de las cosas y uno pueda aislarlas, perfilarlas mejor. O un cuarto oscuro, como el de los viejos fotógrafos, donde entre una emulsión de plata iban apareciendo aquellas escenas arrebatadas al día, como un pequeño prodigio. Todo lo que en la realidad huye a cada momento, detenido ahí, definitivo, claro. Eso, más o menos, es lo que se ha querido hacer en las páginas de este diario: atisbar una luz, una forma, pero antes de que cuaje del todo y sea carne de la historia. A falta de bosque, ir examinando los árboles.