En la actual situación del planeta, parece cada vez más claro que los cristianos tenemos una especial obligación de defender los derechos humanos, no porque fuera de nosotros, nadie va a poder hacerlo; no porque fuera de nosotros no haya seres humanos que nos dan ciento y raya éticamente hablando, ni porque los hombres de hoy seamos peores que nuestros mayores, sino porque, como denuncia el evangelio de Juan, los seres humanos somos siempre «hijos y victimas» de un mundo, de una cultura.
Esta cultura hoy dominante, que solemos llamar «postmoderna» y que de la Modernidad sólo ha conservado la tecnología, es una cultura cada vez más al margen de los derechos humanos. Razones ideológicas, socioeconómicas y políticas parecen ir quitando espacio a los derechos humanos en el mundo de hoy, donde la cultura se ha convertido en «ancilla economiae», y no tiene ningún sentido pretender dialogar con ella si no se pasa a través de la situación social que (más que generar) condiciona y comercializa la cultura.